Somos vigilados continuamente y en cualquier lugar; en el trabajo, en el automóvil, en el metro, en la calle incluso en nuestros propios hogares… en principio, la utilización de éstas tecnologías estaban dirigidas a la búsqueda y localización de criminales o terroristas, pero, sin embargo, en el nombre de la «seguridad» se está invadiendo la intimidad de las personas, circunstancia que incrementa la alarma y la preocupación en ciertos ámbitos civiles.
A pesar del secretismo que rodea este mundo, todo ésto se sabe con certeza, pero a la gente normal no nos importa demasiado. Admitimos que estamos indefensos ante la vigilancia ilegal de estos organismos, ya que cualquiera de ellos, sin dificultad, puede interceptar nuestro teléfono, leer nuestro email y averiguar en que webs entramos, pero pensamos que no estamos en su punto de mira, porque ¿que interés puede tener para la CIA escuchar las llamadas que haga a mi marido, o incluso si fueran a un hipotético amante?
Ninguno, verdad… Así pues, aun sabiendo que estas acciones –con el código civil y penal en la mano– son ilegales, cerramos los ojos y miramos hacia otra parte, porque pensamos que con ello se lo ponen un poco más difícil al terrorista, al contrabandista de drogas, al pedófilo, y en algunos casos también, al empresario malversador, al financiero perverso o al político corrupto, y claro está, nosotros no somos ninguno de esos…
Pero la realidad es muy, muy diferente. Todos nuestros datos, informáticamente hablando, están a disposición de multitud de empresas, que comercian bases de datos entre empresas que se dedican a recopilarlos; éste es el nuevo y lucrativo negocio del siglo XXI, el tráfico de datos, porque es muy fácil que éstos se hayan obtenido de múltiples y simples formas –quien no ha tenido que rellenar un formulario con muchos de sus datos para por ejemplo jugar a un simple juego, adquirir una aplicación para el móvil, para poder participar en un foro de internet, o simplemente para tener un email–