Hagamos un ejercicio de imaginación simple. Piensa en un niño, un niño pequeño, ¿qué adjetivos te vienen a la cabeza para describirlo? ¿Tierno, inocente, cariñoso…? Ahora, piensa en un adolescente. ¿Por casualidad palabras como inestable, orgulloso y egoísta han aparecido de repente? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde ha ido esa ternura, esa inocencia? ¿En qué momento el sonriente y sonrosado niño pasa a ser un adolescente rebelde o apático?
“La juventud actual ama el lujo, es maliciosa, es malcriada, se burla de la autoridad y no tiene ningún respeto por los mayores. Nuestros muchachos de hoy son unos tiranos, que no se levantan cuando un anciano entra a alguna parte, que responden con altanería a sus padres y se complacen en ser gentes de mala fe…”.
Tranquilo, no es problema únicamente tuyo que te sientas identificado con la frase anterior. Para tu sorpresa, esta reveladora afirmación la realizó nada más y nada menos que Sócrates en el siglo IV antes de Cristo –y no fué el único– y es que, tradicionalmente, se ha entendido la adolescencia como un período de vaivenes emocionales, de rebeldía y desobediencia y, como no, de estrés y verdadero sufrimiento para los que rodean a aquellos chicos y chicas que, unos años atrás eran tan dulces e inocentes.
Sin embargo, si los jóvenes, o adolescentes, son un caso perdido desde hace milenios, ¿cómo hemos podido llegar al presente? ¿Cómo hemos sido capaces de alcanzar una sociedad ordenada, si somos los hijos/nietos/bisnietos de los adolescentes que ya fueron mal vistos en su época? … La respuesta es simple… son prejuicios, y es que la realidad es bien distinta a como la acabamos de leer. Los adolescentes, los jóvenes, no son peores en cada generación; somos nosotros quienes, al crecer, nos olvidamos de quiénes hemos sido y vemos con malos ojos a la generación a la que daremos paso en unos años. Fuente: psicomemorias