Se levantan a las 4 de la mañana y conducen somnolientos durante una o dos horas, pero luego viene de verdad lo duro… doblados sobre su espalda fuerzan sus músculos para rellenar el mayor número posible de cajas, sin descanso, aunque duela y a veces sin las medidas de protección necesarias. Así pueden pasar ocho, diez y hasta doce horas. No importa si hay cuarenta grados o la lluvia les cala hasta los huesos.
Todo para cobrar unos 30 euros la jornada. No hacen falta muchos cálculos, son 3 euros la hora, la mitad de lo que exige mínimo su convenio colectivo. Una cantidad intolerable en un país europeo… salvo que seas inmigrante.
Son casos concretos, no se puede generalizar, pero existen y nadie lo niega. Los abusos se repiten contra los que más dificultades tienen para quejarse: la mano de obra inmigrante, la misma que mantuvo nuestras despensas llenas cuando los españoles decidimos abandonar el campo por la construcción. Es el miedo quien silencia los abusos y amortigua las protestas, porque sólo salen a la luz pública algunos casos, no los más escandalosos pero si los que se pilla con las manos en la masa, como el de finales de 2015 -cuentan fuentes de la Brigada de Extranjería de la Jefatura Superior de Policía de Murcia-: “la empresa fumigaba al mismo tiempo que los empleados estaban trabajando en el invernadero, prácticamente lo hacía encima de ellos. Los trabajadores se mareaban y tenían que salir fuera. Si se recuperaban les obligaban a volver a trabajar y si no, no cobraban. Dentro había incluso mujeres embarazadas”. Aquel día la policía les pilló in fraganti y 18 personas fueron detenidas en esta operación acusadas de un delito contra el derecho de los trabajadores y contra la salud pública. Repito que son casos muy concretos, claro que si, pero sangrantes para un país que se considera del primer mundo.