Elena Fernández es psicóloga y trabaja como monitora de integración social en un instituto, se levanta todos los días a las 6:45 horas para irse a trabajar a un pueblo de la provincia de Sevilla al que tarda una media hora en llegar desde su casa. Su cometido, como el de las 1.300 personas -en su gran mayoría mujeres- que desempeñan esta labor en los colegios e institutos públicos andaluces, es vital para los alumnos con diversidad funcional. Elena hace de todo: cambia pañales a alumnos que no controlan su esfínter, lleva a las aulas a los niños y niñas en silla de ruedas, da clases de apoyo al alumnado con necesidades especiales, recoge vómitos, hacer guardias en el recreo y se encarga de que las personas con espectro autista tengan a punto sus pizarras visuales.
Su salario mensual es de 860 euros por ser la mujer que permite que los niños y niñas con algún tipo de discapacidad física o intelectual tengan derecho a una educación lo más igualitaria posible que el resto de sus compañeros.
Elena no se puede poner enferma porque la empresa que la tiene subcontratada no le paga los días que no acude al instituto aunque lleve un parte médico que justifique su ausencia, no da abasto para atender a un alumno con parálisis cerebral, dos con espina bífida y otro con trastorno del espectro autista, y eso siempre que el director del instituto no la reclame para ninguna otra actividad. “Nosotras somos chicas para todo”, se queja la monitora, que tiene un contrato de 30 horas a la semana.
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