En la jornada de la coronación de Felipe VI, la seguridad instalada en todo el desfile daba la impresión de que medio Madrid era ya una suerte de castillo blindado del cual resultaba imposible salir o entrar. El Cuerpo Nacional de Policía desplegó hasta 4.300 agentes por todo el recorrido y 120 de ellos eran francotiradores de élite apostados en los tejados, velando por la seguridad de todos en los puntos más críticos… Pero a él nadie logró localizarle.
La ciudad era un fortín. Estaba controlada por tierra y aire. Fueron registrados también el alcantarillado y los bajos fondos, sobre todo en los puntos críticos por los que tenía que pasar la comitiva. Sin embargo, pese a todas las precauciones, pese al gran número de agentes desplegados, pese a las medidas dispuestas dada la gran ocasión que se presentaba, hubo una persona que, si así lo hubiera querido, habría logrado perpetrar un atentado de proporciones estratosféricas. Había logrado eludir, en los días previos, todos los controles y todos los sistemas de seguridad. Le resultó muy sencillo. Pero no perpetró ninguna masacre. No era ese su objetivo.
Estaban todos en fila, y la simulación iba a consistir en eliminarlos uno a uno. Las armas estaban inutilizadas, por lo que no podían dispararse. Los veíamos desde la ventana. Pero lo primero que se tenía que haber hecho era eliminar a los más importantes. Y luego brrrumm y les barro. Toda la gente que está en la tribuna. Políticos, presidentes autonómicos, jefes del estado mayor… Eliminas a todo el gobierno de la nación. Uno por uno. Aquí la conclusión es que un hombre acredita que todo un estado cae en sesenta segundos. En sesenta segundos. Todo el estado a la mierda.
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