Aquí el atletismo no le interesa a nadie. El campeonato se organiza en este rincón del desierto de Arabia por la corrupción dentro de la Federación Internacional IAAF y la ambición del riquísimo Gobierno de Qatar por comprar todos los cuadros comprables, todos los rascacielos comprables, todos los deportes comprables. Pero ya está. Quien gane o quien pierda es intrascendente.
Sobre los cañones de aire acondicionado que mantienen el estadio a unos 22 o 23 grados, una docena de guardias de seguridad rodean a un grupo de aficionados etíopes y un voluntario asegura que éstos forman parte del ejército de trabajadores de la construcción que están levantando edificios en Doha día y noche, día y noche, día y noche. «Han llegado en autobuses, han sido invitados a venir al Mundial«, asegura.
Y así debe ser porque, más allá de los registros situados en carpas exteriores con refrigeración al máximo, los controles de entrada son realmente mínimos –unos señores en sillas de plástico– y sin tickets se puede pasar perfectamente. De hecho, aunque cuestan 30 euros el acceso –en internet, pues en el estadio no se ven taquillas abiertas-, sólo se han vendido 50.000 entre todas las sesiones del campeonato. Hablamos de un estadio con capacidad para 45.000 espectadores, así que la cuenta es fácil: a las 10 sesiones programadas podrían ir 450.000 personas más o menos, de modo que esos 50.000 billetes vendidos son poco más del 10%. El sábado, en la final de los 100 metros, el gran momento mediático del campeonato que llevó a contratar un caro equipo para la presentación de los atletas, sólo había unas 8000 personas y éstas, además, al ser el domingo laborable, huyeron mientras el ganador celebraba su victoria.
En todo momento, unas grandes lonas cubren el segundo y tercer anfiteatro del recinto y, en el primero, los huecos se trampean con animosos etíopes, los miembros de las distintas delegaciones –entrenadores, médicos, atletas que ya han competido, etc– y, como mucho, unos pocos trabajadores europeos que residen en Qatar: profesores de colegios privados como el SEK, personal del riquísimo Hospital Aspetar o pilotos de Qatar Airways. «¿Le apetece un café?«, suelen preguntar los empleados, desocupados, de los puestos del interior del estadio, que también ofrecen bocadillos a 10 euros.
«La sensación es un poco rara, hay muy poco ambiente«, comentaba Eusebio Cáceres tras una final de longitud a la que nadie atendía. Para que alguien aplauda en los concursos en el estadio, las pantallas deben reclamarlo, si no, silencio… El escenario es triste, aunque peores son las carreras extremas de madrugada en el paseo marítimo, el Corniche, donde nunca hay ni un alma. Quedó demostrado el viernes noche durante el maratón femenino, con un calor y humedad dantesco, y es que el desierto no es lugar para vivir ni menos para correr por mucho que las exportaciones de petróleo y gas hayan conseguido todo el dinero del mundo. Aquí residen unos 313.000 qataríes con privilegios –empleo en las empresas del Gobierno, excelentes sueldos y cero impuestos-, unos pocos europeos y dos millones de obreros, en su mayoría indios, nepalíes o bangladeíes. No hay más.
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