Cuál es la mayor petrolera del mundo? ¿ExxonMobil? ¿British Petroleum? ¿Royal Dutch Shell? En realidad, las 13 mayores petroleras del planeta, medidas por sus reservas, pertenecen y son operadas por gobiernos. Saudi Aramco (Arabia Saudita), Gazprom (Rusia), China National Petroleum Corp., National Iranian Oil Co. (Irán), Petróleos de Venezuela, Petrobras (Brasil) y Petronas (Malasia) son más grandes que ExxonMobil, la mayor de las petroleras multinacionales del sector privado. En conjunto, las multinacionales producen sólo 10% de las reservas de crudo y gas del mundo, mientras que las estatales controlan más de 75% de toda la producción de petróleo.
Tras años de repliegue, el Estado vuelve a la ofensiva.
Cuando concluyó la Guerra Fría, parecía que la creencia de que los gobiernos podrían microadministrar con éxito sus economías y generar prosperidad estaba enterrada. La China comunista había estado experimentando con el capitalismo desde 1978. Las gigantescas burocracias marxistas de la Unión Soviética y de Europa del Este habían colapsado bajo el peso de sistemas económicos insostenibles. El dinamismo y el poder de mercado de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón —ayudados por la riqueza, las inversiones y las empresas del sector privado— parecían haber establecido el dominio del modelo económico liberal.
Sin embargo, la riqueza, las inversiones y las empresas del sector público han vuelto con bríos renovados. La era de capitalismo fomentado por el Estado, en la cual los gobiernos mueven grandes flujos de capital, está ganando fuerza, con profundas implicaciones para el libre mercado y la política internacional.
China y Rusia lideran el despliegue estratégico de las empresas estatales y otros gobiernos les siguen los pasos. Un creciente número de gobiernos de países emergentes —en sectores como el militar, generación eléctrica, telecomunicaciones, metalurgia, minería y aviación— no se contenta con regular los mercados, sino que actúan para dominarlos. Esta actividad de las compañías públicas está siendo financiada por una nueva clase de fondos de riqueza soberana, vehículos de inversión creados por los Estados, con grandes posiciones en divisas extranjeras diseñados para maximizar el retorno de la inversión estatal.
Los Estados usan estas herramientas para crear riqueza que puede ser distribuida de la forma que los funcionarios del aparato político crean ser adecuada. El motivo final no es económico (maximizar el crecimiento) sino político (maximizar el poder estatal y las posibilidades de supervivencia de la cúpula gobernante). Este factor puede distorsionar el desempeño de los mercados. Las empresas y fondos de inversión estatales también se ven afectados por la misma burocracia, despilfarro y favoritismo político que pesa sobre los (a menudo autoritarios) gobiernos que los controlan.
Dentro de las fronteras de los países capitalistas, las compañías e inversionistas extranjeros están viendo cómo las normativas y regulaciones nacionales están cada vez más diseñadas para favorecer a las firmas locales a su costa. Las multinacionales compiten como nunca con estatales armadas con un sustancial apoyo financiero y político de sus gobiernos.
En diciembre de 2006, el gobierno ruso informó a Shell, Mitsubishi y Mitsui que había revocado sus permisos medioambientales para gestionar el proyecto Sajalín 2 —valorado en US$22.000 millones— obligándolas a reducir a la mitad sus participaciones respectivas y concediendo al monopolio ruso de gas natural Gazprom una participación mayoritaria. Para Shell, la decisión supuso la pérdida de 2,5% de sus reservas globales. En junio de 2007, el consorcio privado ruso-británico TNK-BP acordó bajo presión vender a Gazprom su 63% en Russia Petroleum, la compañía que poseía la licencia para desarrollar el gigantesco yacimiento gasífero Kovykta en el este de Siberia, y su 50% en East Siberian Gas Co.
Así fue como Gazprom se convirtió en el mayor productor mundial de gas natural, dominando una cuarta parte de las reservas conocidas y con una mayor influencia política sobre países vecinos dependientes de energía como Ucrania.
Rusia no está sola en la reciente oleada de nacionalismo de recursos naturales. En 2006, Ecuador acusó a la estadounidense Occidental Petroleum de espionaje y daños medioambientales y ordenó al ejército que tomara el control de sus instalaciones petroleras. Kazajstán suspendió el desarrollo del yacimiento Kashagan en el Mar Caspio, en aquel entonces el mayor hallazgo de petróleo en muchos años.
Esta tendencia se repetirá probablemente en varias ocasiones en otros sectores. En 2009, Coca-Cola esperaba que su patrocinio oficial en los Juegos Olímpicos de Beijing un año antes allanaría el camino en su oferta de compra de US$2.400 millones por el productor chino de jugos Huiyuan. Pero se quedó con las manos vacías después que el gobierno chino decidiera que la oferta violaba las leyes antimonopolio.
La robusta recuperación económica de China, el alto desempleo de EE.UU. y la volatilidad financiera en Europa han arrojado dudas sobre el modelo de libre mercado.
El gobierno de EE.UU. podría responder a estos retos con nuevas barreras a la inversión extranjera, especialmente de firmas estatales. Esta decisión podría provocar una respuesta nacionalista en algunos de estos países emergentes. A medida que crece su participación en los mercados globales, los países que confían en el capitalismo estatal para ampliar su influencia económica y política podrían empezar a hacer negocios casi exclusivamente entre ellos, en detrimento de las multinacionales.
En el próximo decenio, EE.UU., la Unión Europea, Japón, Canadá y Australia podrían hacer un frente común para protegerse de los efectos más perniciosos de esta tendencia. Los países partidarios del capitalismo de Estado harán más negocios entre ellos. Estos dos bloques económicos competirán por mejores relaciones políticas y comerciales con países como India, Brasil y México, que tienen elementos de ambos modelos. Estas son las rivalidades que moldearán la próxima generación de la política internacional.
Para las compañías estadounidenses es tentador creer que pueden confiar en el acceso a cientos de millones de nuevos consumidores en China y otros países emergentes para obtener la mayoría de sus futuras ganancias. Pero harían mejor en prepararse para una amplia variedad de barreras imprevistas. La mayoría de las multinacionales que operan en economías emergentes ya sabe que tiene que diversificar su exposición al riesgo, al no poder permitirse apostar todo a uno o dos países.
Quienes creen en el capitalismo de libre mercado deben continuar practicando lo que predican. En los próximos años, Washington enfrentará varias tentaciones proteccionistas, especialmente si la tasa de crecimiento de China y las cifras de desempleo en EE.UU. se mantienen elevadas. Hoy, las ideas, la información, la gente, el dinero y los bienes y servicios cruzan las fronteras a velocidades vertiginosas. Pero este tráfico no ha convertido las fronteras en irrelevantes, y nadie se ha olvidado de cómo se construyen los muros.
—Ian Bremmer es presidente de Eurasia Group y autor de ‘The End of the Free Market: Who Wins the War Between States and Corporations?’ (El fin del libre mercado: ¿quién gana la guerra entre el Estado y las empresas?).
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