Junto a las grandes y medianas empresas que dominan la economía española, conviven unos 3 millones de trabajadores autonómos que desarrollan su actividad en los márgenes de las relaciones capital–trabajo, englobando situaciones muy heterogéneas. Los autónomos y autoempleados tienen una posición contradictoria y muy diversa, en la que en parte comparten las dificultades y problemas del grueso de los trabajadores –en algunos casos incluso redoblados– y en parte comparten los intereses de explotar al trabajo asalariado y voluntad de enriquecimiento de los grandes propietarios.
«Julia trabaja en una gestoría de un municipio cercano a Valencia. Tiene 29 años. Cada día acude a la oficina de 10 de la mañana a dos de la tarde. Atiende a los clientes, se encarga de papeleos con Hacienda y de burocracia con las aseguradoras. Libra los sábados y los domingos y 21 días al año. Su jefe le dijo que la empresa no daba para dos sueldos, pero que le pagaba un poco más -750 euros al mes por media jornada en total- si ella se encargaba de su propia cotización, como autónoma. «Preferiría tener un contrato, pero mejor así que en negro»«, explica la joven.
Una buena parte de quienes aparecen como autónomos en las estadísticas de la seguridad social, son situaciones que encubren una relación laboral de facto, se haya formalizado de esta manera conscientemente en fraude de ley o no.
De esta manera la relación real «empresa-trabajador» es encubierta por la relación formal «empresa-empresa«, lo que supone algunas ventajas para la empresa dominante: inaplicación de derechos laborales, aumentar la división entre trabajadores –enfrentando a los de plantilla con los externalizados, por ejemplo en una situación de huelga o para impulsar los salarios a la baja-, mayor facilidad para gestionar fuerza laboral a cambios puntuales de las necesidades del mercado –por ejemplo con la incorporación puntual de trabajadores externalizados, fácilmente desprendible una vez el pico de actividad ha sido cubierto-, etc, etc.
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